Tenía siete años y mucho sueño. Acababa de cenar un tazón de leche templada y azucarada bien llenito de castañas cocidas con nébeda. De su vientre ascendía un dulce sopor que acariciaba cada una de sus fibras como una brisa. La nube caliente y amorosa que desciende desde el techo, ( cualquier techo, esté donde ella esté) inundando su cerebro de brumas como la niebla inunda al mar, difuminaba ya las luces de sus pensamientos conscientes justo cuando vio aquella caja: su primera caja.
Era blanca por fuera, con rayas que dibujaban relieves a modo de onzas de chocolate. Una caja sin tapa con el interior de papel plata.
No supo que era aquello que veía, ni tuvo miedo por haberlo visto, pero una pesadum bre extraña secuestró esa noche su tranquilidad. Era un frío y desapacible treinta y uno de octubre de cristales golpeados por ráfagas de viento cuando la niña, achacando su malestar a la inclemencia climatológica, se durmió creyendo que aquella desazón sin nombre le nacía del mal tiempo que batía contra su ventana...
Hoy en día ya no sabe si todo lo ocurrido fue el día de todos los santos o el día de difuntos, pero su cuerpo, año tras año, hasta que pasan esas fechas, se vuelve loco.
Sí sabe que regresaba del cementerio con su madre cuando Berta, una vecina, las recibió delante de su casa portando unos platos hondos de cristal envueltos por un paño de algodón de cuadros amarillos y blancos. Buscaba a la madre de la niña para asar unas manzanas para Miguel Ángel, su hijo mediano, que tenía veinte meses y estaba un poco mal de la barriga. También llevaba una tableta de chocolate blanco “Elgorriaga” que él le iba pidiendo sin parar.
Miguel Ángel era un Pepito, como su muñeco, rubio de piel dorada y brillantes ojos verdes, que siempre que te acercabas a él te pedía una onza de chocolate.
- Una sola - decía levantando su dedito del mismo modo que lo hacía para mostrar el año que tenía.
-Vengo de vuestra casa, tu suegra me asó las manzanas. - dijo Berta
- ¿Mi suegra? ¡Increíble!
- Pues sí, me dijo: “Trae que te las asó yo” - y las metió en la nevera, pobrecilla, pero yo le dije: “Mamatín ese no es el horno, es éste”, y ya lo hizo bien. Pero no te preocupes, que dejé todo apagado y tu marido, antes de salir, dejó la puerta de la cocina cerrada con el candado.
- ¿Estaba mi marido en casa? ¿Pero qué hora es? - ¡Dios mío que tarde se nos hizo en el cementerio! - dijo la madre de la niña sin nisquiera esperar a saber la hora.
El barrio estaba casi vacío, la mayoría de la gente sentada tras las ventanas de sus cocinas, ya comían. El marido de Berta las saludaba sonriente, acabándose el café asomado a la ventana del bajo en el que vivían. Algunos niños iban y venían de algún recado de última hora con sus collares de castañas cocidas colgando del cuello. Las hojas secas y livianas del enorme plátano plantado frente al kiosco del Señor Pedro danzaban, arremolinadas por el viendo, un baile de otoño sin lluvia. La niña dejó de jugar con ellas y subió a la acera con Miguel Ángel y las mamás
porque, en ese momento, llegó el camión de las gaseosas. Las botellas de cristal rellenas de líquidos de color naranja y limón le fascinaban. El camión pasó ante ella como una cortina de burbujas sabrosas y alegres en las que nada podía presagiar la gran desgracia, sin embargo ella sintió un gran escalofrío.
Las mujeres hablaron un rato sobre cacas blandas, manzanas asadas, arroz y chocolate. El camión dio marcha atrás mientras Berta y la niña sujetaban a Miguel Ángel cada una por una muñeca, ya que sus preciosas manos sujetaban cochecitos de juguete.
Se le cayó un coche a la calle, pegadito a la acera. Su madre creyó que lo tenía sujeto la niña, la niña creyó que era la madre la que lo sujetaba, y el camionero no creyó nada, porque justo antes de empezar la maniobra en su retrovisor podía verse clarísimamente el reflejo del precioso angelito sobre la acera sujeto por dos mujeres.
Esta visión es un bucle instalado en la cabeza de la niña , un bucle de desaceleración y aceleración con un ritmo preciso y constante.
Do-ble- rue-da- tra-se-ra- de- ca-mi-ón- pa-san-do por en-ci-ma de bebé.
Dobleruedatraseradecamiónpasandoporencimadebebé.
La niña lo vio todo. Vio al niño tirado boca abajo, al camión pasando sobre él. Lo vio todo.
Doble rueda trasera de camión pasando por encima de bebé extendiendo sus bracitos y llamando a su mamá entre sollozos.
También vio a ésta cuando lo cogió y mirando a su vecina gritó: ¡dios mío, se ensució!
La niña no entendía nada, ¿Qué más daría que se manchase la ropa, que se ensuciase? ¿qué podía importar eso? Era la única pregunta que podía hacerse. Lo preguntó tantas veces que su madre acabó por explicarle que no es que se ensuciase la ropa por fuera…sin no que…el camión...(treinta y nueve años he necesitado para poder escribir esto) había vaciado todo lo que el niño tenía en su vientre. TODO.
Doble rueda trasera de camión pasando por encima de bebé extendiendo sus bracitos y llamando a su mamá entre sollozos.
El camionero lloraba mirando las ruedas traseras y la acera, mientras el padre del niño salía de casa a todo correr y metía al bebé y a su mujer en un coche en el que llegar cuanto antes al hospital.
Cuando se fueron Berta y su marido todo el barrio consolaba al camionero que milagrosamente, creía la niña, sabía el nombre del bebé, ya que no paraba de llorar diciendo: angelito, angelito, angelito, pobre angelito, maté a un angelito.
Doble rueda trasera de camión pasando por encima de bebé extendiendo sus bracitos y llamando a su mamá entre sollozos.
Todo ocurrió a cámara lenta y en blanco y negro, y a la niña no le extrañó porque en mil novecientos sesenta y nueve así se veían las cosas en la tele. Ni le extrañó que su corazón saliese del pecho y latiese en sus sienes, ni que las voces estuviesen tan alejadas de sus oídos que la hicieran sentir enlatada como una sardina. Ni le extrañó el sudor frío, ni la cortina de puntos negros que se ponía en sus ojos cuando volvía a ver una y otra vez la tez pálida del bebé llamando a su madre.
Doble rueda trasera de camión pasando por encima de bebé extendiendo sus bracitos y llamando a su mamá entre sollozos, pálido como un difunto.
Sí le extrañó que las niñas más mayores del grupo 14 fuesen a cuidarla y a proponerles rezos y rosarios mientras ella temblaba un frío desconocido, tumbada y tapada con tres mantas en el sofá de su casa. También le extrañó que su padre se tomase la tarde libre y la llevase al campo de Pena a volar una cometa, y le preguntase con el mismo tono que hablaría a un adulto cómo estaba.
- Dime cómo estás
- Estoy bien, sólo tengo frío. No me pasa nada, a mí no, pero no puedo dejar de pensar en Berta y su marido.
- Ya te pasará…
Un "Lo siento mucho, mucho, mucho" salió de los labios de su padre a besos sobre su frente.
Doble rueda trasera de camión pasando por encima de bebé extendiendo sus bracitos y llamando a su mamá entre sollozos, pálido como un difunto.
No sintió nada, ni cuando murió y todos los niños del barrio fueron a verlo en su caja blanco chocolate, ni cuando lo enterraron y no la dejaron ir al entierro.
Ella explicaba, a cualquiera que le preguntase, que sabía que aquello todo era muy triste pero que ella no sentía NADA. Sabía que era una pena muy grande, pero esa pena no estaba dentro de ella, estaba fuera, en la madre de Miguel Ángel, en su padre,en el pobre camionero.
Dentro de ella sólo había invierno, invierno frío y seco con rachas de viento que la hacían temblar. Tampoco sintió nada cuando Maria del Mar, la hija puta más grande y de menor edad que conoció en toda su vida, se acercó a decirle que si sentía culpable por haber soltado al niño que no lo sintiese, que la única responsable era su madre, la loca esa de la minifalda y las botas de charol, ella tenía toda la culpa porque de ella era la obligación de cuidar al bebé y no andar con esas pintas.
Fue le primera vez en su vida que se quedó con una mata enorme de pelos rubios entre sus dedos y sintió que hacer llorar de dolor, a alquien que quiere provocarlo con la peor de las maldades, alivia la tensión muscular, ya que se libró de la torticolis con la que llevaba desde el fatídico día.
Doble rueda trasera de camión pasando por encima de bebé extendiendo sus bracitos y llamando a su mamá entre sollozos, pálido como un difunto, convertido en todos los bebés del mundo.
Tardó meses en comprobar que ya no podía bajarse en aquella parada del autobús donde era obligatorio cruzar la carretera.
Que no podía dejar de coger en brazos a ningún niño del barrio que estuviese al borde de cualquier acera.
Sus ojos y sus labios se poblaron de tics, su intestino se hizo irritable y su estómago se llenó de nervios, según dijeron los médicos de todo aquello que le estaba sucediendo. Pero nadie supo contarle que un gran miedo se había apoderado de ella y que una herida sangrante y eterna la acompañaría cada primero de noviembre para el resto de sus días.
Doble rueda trasera de camión pasando por encima de bebé extendiendo sus bracitos y llamando a su mamá entre sollozos, pálido como un difunto, convertido en todos los bebés del mundo a los que ella no podría salvar.
A los siete años había perdido la inocencia y realizado un montón de descubrimentos.
Descubrió que los niños también mueren y que una milésima de segundo es suficiente para quitarte o cambiarte la vida, y si eres madre para volverte loca.
Descubrió que un fallo, un descuido como aquel, en el que ni una ni otra sujetaron a un niño, hizo que éste dejase de existir, y con él su tacto de terciopelo, sus rizos de muñeco, su dedito de un año, su olor a bebé, sus risas y sus llantos, sus mejillas, sus miradas, sus argollitas, su barriga cosquillera...
Descubrió que no se podía rebobinar, por más que lo intentara, como tantas otras veces lo había intentado con su caleidoscopio.
Descubrió que el mundo se descoloca sólo y ella no podía volverlo a colocar.
Esos descubrimientos se contó a si misma, ante los tres espejos de la coqueta de su abuela, una mañana en que tampoco sentía nada dentro de ella, pero en la que no podía parar de vomitar mientras el resto de los niños jugaban y reían por los patios con sus collares de castañas, fue entonces, intentando leer la verdad en los espejos, cuando sintió que de sus secos lagrimales llovía sangre.
Doble rueda trasera de camión pasando por encima de bebé extendiendo sus bracitos y llamando a su mamá entre sollozos, pálido como un difunto, convertido en todos los bebés del mundo a los que ella no podría salvar.
Creció intentando conjurar con precauciones mágicas la mala suerte, atando el miedo con cordeles de superstición, herida hasta lo indecible, muerta de miedo y sin poder expresarlo. Tardó años en comprobar que esa había sido su primera caja, pero sobre todo tardó años en poder contarle esto a alguien ,y el día que lo hizo, once años después, creyendo que no le pasaba nada, se desmayó