Mi madre era dulce, mullida y divertida, pero tenía menos tiempo para mí que mi abuela, porque para eso ya tenía a su suegra.
Un día me comió la uña del dedo meñique mientras yo le metía miguitas de pan en la boca y ella hablaba con una amiga, así que a partir de ahí me guardé de ella siempre que hubiese migas y amigas por medio,(y todavía sigo haciéndolo) pero nadie como ella, para quitarme los frios y miedos a la nada oscura de las madrugadas.
Sólo mi edredón de plumas me devuelve su calor, ese con el que ya no sueño, ni creo necesitar pero que mi cuerpo pide a temblores en cada una de mis crisis.
Mi primer libro del cole tenía una foto de una gallina que se parecía a mi mamá y cuando lo miraba en el parvulario me entraban un amor y una melancolía tan incontrolables que los ojos se me ponían de llorar. (Años más tarde descubrí que mi hijo mediano llevaba una foto mía en su mandilón y, que de vez en cuando, se escondía para mirarme y sentir "ganas llenas de lágrimas de quererme") Cuando llegaba a casa siempre le decía lo mismo: "Mamá eres tan bonita como la gallina de mi libro". Ella siempre dijo que eso era ser fea, pero yo la veía la más guapa, además de dulce y acogedora, de todas las mamás.
Tuvo una escuelita en casa, hasta que una vecina envidiosa la denunció al conserje del barrio y un inspector del ministerio la dejó sin trabajo, igual que había sucedido, años antes, cuando dio el “Sí quiero” y, por convertirse en mujer casada, la obligó la ley a dejar su puesto de trabajo para que lo ocupase un varón, a ella que trabajaba en una casa de modas para chicas…
Tuvo una escuelita en casa, hasta que una vecina envidiosa la denunció al conserje del barrio y un inspector del ministerio la dejó sin trabajo, igual que había sucedido, años antes, cuando dio el “Sí quiero” y, por convertirse en mujer casada, la obligó la ley a dejar su puesto de trabajo para que lo ocupase un varón, a ella que trabajaba en una casa de modas para chicas…
Yo veía llegar a los niños, con sus banquitos y sus pizarras, desde una cortina de terciopelo que usaban a modo de alfombra para que yo no me enfriara, y que ponían bajo la gigantesca mesa de caoba que ocupaba medio comedor en un pequeño piso de unas casas de Franco. Aquel era mi lugar en el mundo, bajo la mesa que había sido traída de la lujosa casa grande de mi abuela Mamatín. Aquella mesa tenía dos aleros escondidos, con sendos carriles, donde yo almacenaba mis diminutos tesoros en cajitas redondas con tapa transparente que mi padre me traía de las gomas usadas en la oficina. Dentro de ellas perfectamente seleccionadas, por una suerte de orden interior que me habita desde mi más tierna infancia, almacenaba todo aquello que me fascinaba: alas de mariposa y libélula, plumas de periquito y verderolos, lágrimas de lámparas, cristales tallados por el mar del Orzán, mi botón azul verdoso lleno de irisaciones, un medallón de la virgen de Fátima, de oro y nácar y un caballito de plástico blanco, que había llegado a mi casa prendido en el cuello de una botella de brandy de las bodegas Terry. La última de las cajitas contenía dos cabezas de escornabois, que me regaló mi padre, escarabajos resecos, que me dio mi hermano y el cadáver de un grillo cojo.
Pero mis verdaderas joyas eran un caleidoscopio, que merece un capítulo aparte, y una casita de madera que cuando le levantabas el tejado desprendía una maravillosa música que mecía mi corazón de un modo muy extraño. Sólo años después, enamorada como una loca y soñando con mi amor a todas horas, supe que sensación era aquella: melancolía y sueños llenos de esperanza. No sé cómo, pero antes de andar, mientras la vida transcurría bajo una mesa de caoba, al escuchar aquella música yo ya intuía lo que más tarde me gustaría poder sentir al amar. En el porche de aquella casita una pareja bailaba muy agarradita el tiempo exacto que duraba la cuerda que a mi tanto trabajo me costaba dar, pero yo le daba, y le daba y le volvía a dar...
Pero mis verdaderas joyas eran un caleidoscopio, que merece un capítulo aparte, y una casita de madera que cuando le levantabas el tejado desprendía una maravillosa música que mecía mi corazón de un modo muy extraño. Sólo años después, enamorada como una loca y soñando con mi amor a todas horas, supe que sensación era aquella: melancolía y sueños llenos de esperanza. No sé cómo, pero antes de andar, mientras la vida transcurría bajo una mesa de caoba, al escuchar aquella música yo ya intuía lo que más tarde me gustaría poder sentir al amar. En el porche de aquella casita una pareja bailaba muy agarradita el tiempo exacto que duraba la cuerda que a mi tanto trabajo me costaba dar, pero yo le daba, y le daba y le volvía a dar...
Al son de aquellas notas mis dendritas se extendían aprehendiendo los sueños que más tarde quise hacer realidad: Una casita, en cualquier aldea pequeña y mojada, y un hombre con el que compartir la vida y la intimidad, de esos que si enviudas se te queden los ojos como se le quedaron a mi abuela.
Dicen que las mujeres que rodean a las niñas tejen su sistema nervioso en los dos primeros años, y el mío, sin duda, fue tejido por una mujer de mirada triste que iluminaba mi mundo con su disponibilidad, sus grandes carcajadas y su manera de hablar del amor:
“El amor es lo mejor del universo. Un beso, una caricia, el tesoro más preciado”, me decía mientras me cubría de besos y cosquillas.
Dicen que las mujeres que rodean a las niñas tejen su sistema nervioso en los dos primeros años, y el mío, sin duda, fue tejido por una mujer de mirada triste que iluminaba mi mundo con su disponibilidad, sus grandes carcajadas y su manera de hablar del amor:
“El amor es lo mejor del universo. Un beso, una caricia, el tesoro más preciado”, me decía mientras me cubría de besos y cosquillas.
Ella pudo haber tejido el mío con lanas negras de penas y miedos, pero hizo de sus propios girones, con dedicación de abuela enamorada, brillantes hilos que todavía sujetan mis ilusiones más estrafalarias, esas que bordó en mis alas.
Amor y risas por encima de casi cualquier dolor. Si la tristeza ha de venir, que sea verde, morada y lila. Así quiero yo que sea mi vida, y parece ser que ya empecé a elegirla antes de saber andar, porque el discurso del resto de mujeres que me rodeaban no consiguió deshilachar sus bordados.
Los niños cantaban, desde la escuelita, que “España limita al norte con el mar Cantábrico y los montes pirineos que nos separan de Francia…” además de toda la tabla de multiplicar, así que además del “Tápame , tápame , tápame, tápame tápame que tengo frío, como quieres que te tape que yo no soy tu marido” aprendí todas aquellas canciones antes de saber andar.
Decían que era muy lista, y la verdad es que debía de serlo, y mucho, porque ya era consciente de que cualquier niño , que viviese donde yo lo hacía, tenía que aprenderse, de modo natural y sin remedio, todo aquel rollo patatero que salía de la habitación de al lado. Sólo Mari Carmen la mudita, que también era sorda, tendría dificultad.
Decían que era muy lista, y la verdad es que debía de serlo, y mucho, porque ya era consciente de que cualquier niño , que viviese donde yo lo hacía, tenía que aprenderse, de modo natural y sin remedio, todo aquel rollo patatero que salía de la habitación de al lado. Sólo Mari Carmen la mudita, que también era sorda, tendría dificultad.
A veces mi madre le preguntaba a algún niño cuanto era nueve por cuatro y yo gritaba bajo la mesa:
- ¡Treinta y seeeeisss!
- ¡Treinta y seeeeisss!
¡Mamá, ya se lo sabe, déjalo que venga a jugar conmigo!
Pero no los dejaba. A veces, sólo a veces, entraba alguno donde yo estaba y… ya no me gustaba tanto como había imaginado ,porque algunos descolocaban todo mi universo y me molestaban de tal modo que prefería que se fuesen de allí. Algunos pero no todos, porque Susito y Virita sabían andar con mis cosas sin que me molestasen.
Pero no los dejaba. A veces, sólo a veces, entraba alguno donde yo estaba y… ya no me gustaba tanto como había imaginado ,porque algunos descolocaban todo mi universo y me molestaban de tal modo que prefería que se fuesen de allí. Algunos pero no todos, porque Susito y Virita sabían andar con mis cosas sin que me molestasen.
Por aquel entonces creía que mis cosas eran mi mundo, porque aún no era consciente de que mi mundo... soy yo.