La casa de Elena:
Estaba a punto de cumplir seis años, faltaban veinte minutos y miraba el péndulo del reloj de pared de la casa de Elena, su vecina del bajo. No paraba de caminar dando vueltas alrededor de aquella cuadrada mesa de comedor. Miraba hacia el suelo reconociendo las mismas baldosas que las de su casa, en el piso de arriba. La estancia era exactamente igual pero con otros muebles, otras fotos colgando de la pared, y sobre todo, otro olor.
La casa de Elena olía caldo gallego hirviendo sobre la cocina de leña. A ella le encantaba aquel olor y aquella casa, aunque hoy, con lo triste que estaba, solo quería volver a la suya. Nada le apetecía más que poder llamar a su puerta y que nada hubiese sucedido.
¿A qué olería su casa? Se preguntó cayendo en al cuenta que no le notaba ningún olor y que en cambio sabría reconocer el de todas las casas del barrio en las que entraba.
Aunque todos los niños del bloque le tapasen la vista con una venda sobre otra, sabía, con certeza, que ni cuarenta y ocho oscuridades sobre sus ojos la harían confundirse de vivienda.
Nunca había pensado en ello, pero ahora veía clarísimo que lo mismo que las casas tienen paredes y objetos de distintas formas y colores, también las habitan olores diferentes, muy diferentes.
Ese día, esperando que el reloj marcase las once y veinte de la mañana del 18 de marzo de 1968 e intentando escapar, por primera vez en su vida, de aquella mezcla de miedo y tristeza de la que jamás consiguió desprenderse del todo, ni en medio de sus grandes risas, se le ocurrió comenzar por el último piso del bloque a intentar identificar la huella olorosa impregnada en cada una de aquellas viviendas.
La casa de Mercedes:
La de Mercedes olía a velas y geranios y eso tenía un clarísimo motivo: Manolé, su marido, era muy supersticioso. Pero la niña no alcanzaba tan lejos. Sabía que encendían muchas velas a los santos, pero no que lo hacían mientras él fabricaba los primeros televisores del barrio y le pedía a Santa Cristina, que además de mediar por las almas del infierno y el purgatorio mediase por la suya, ya que no tenía muy claro si los televisores serían inofensivo progreso o invento del demonio.
Los geranios eran las plantas que más florecían en el barrio a pesar de la terrible y fría humedad. Mercedes en vez de tenerlos tras los cristales de las ventanas, como todas sus vecinas, los había puesto alrededor del comedor. Macetones sobre plato por el suelo y macetas con un trozo plano que encajaban perfectamente en la pared. Macetas Blancas y verdes con lunares. Un patio cordobés en un segundo piso de barrio obrero, en el que la voz de Manolo Escobar era la melodía perenne que la rescataba de aquella espesa y húmeda existencia.
Menchu, la hija de casi cinco años, era la niña más lenta que nadie se pueda imaginar. Para subir los treinta y cinco peldaños del bloque podía pasarse media tarde. Mientras lo hacía hablaba con las vecinas ya que las puertas siempre estaban abiertas. Pero no es que se distrajera en el camino, no, simplemente subía o bajaba y nosotros salíamos a acompañarla y a hablarle porque sabíamos que era muy lenta y se nos hacía dificilísimo imaginar, tantas horas en aqeullos peldaños sin morirnos de aburrimiento, pero ella, con aquella extrañísima lentitud, subía sin apenas detenerse y siempre parecía feliz, a pesar de escucharla decir que porqué les habría tocado a ellos la casa que estaba más arriba de la escalera y mirarno con cierta envidia.
Aún no habíamos oído hablar de los osos perezosos, pero mirado desde aquí, con la perspectiva que da tanta década transcuridas, aquello era como el ascenso de uno de esos osos a la copa del árbol más alto de todo el bosque.
La casa de los Rivera.
En cada descansillo había dos puertas, y la que estaba pegada a la de Mercedes y Manolé era la de los Rivera, que olía a jamón serrano desde la escalera.
- Es inconfundible y da muchas ganas de merendar. - se dijo, mientras notaba el Colacao dando vueltas dentro de su barriga pidiéndole permiso para salir por la boca.
Tenían un jamonería en la ciudad vieja y ese era el aroma que flotaba por toda la casa. Jamones colgados en la despensa, en la cocina, y en la habitación que por aquel entonces estaba vacía, cuando solo tenían cuatro hijos, dos niños y dos niñas. Antes de que a Pilar le quitasen un pecho y le hiciesen mal la ligadura de trompas y pariera otras dos criaturas.
Pero vivir allí, en medio de aquel olor hacía que a esos niños no les gustase demasiado el jamón. Tampoco a ella, que se pasó el año anteiror merendándolo cada tarde para acabar de curar una mancha tuberculosa que le había salido en el pulmón derecho. La tuberculosis era horrorosa.- pensó- Te hacía toser, estar cansada, no podías pisar la playa, a pesar de vivir dos meses colgando de un acantilado que daba al a mar, y por su culpa te hacían merendar jamón todas las tardes.
Pero los jamones de los Rivera eran mucho más ricos que el de ella, el suyo era muy duro y salado. Era de un húmedo cerdo gallego puesto a secar sobre la lareira hasta quedar petrificado.
Esa casa, además de a jamón, con mucha frecuencia le olía a canela dulce por la pota enorme de arroz con leche que les dejaba preparada su madre como meriendacena.
La ponían en medio, se sentaban alrededor cuchara en mano, convidaban a todo aquel que estuviese con ellos, y no paraban de comer hasta que lo acababan, tal y como les mandaba su padre. Le tenían mucho miedo. Miedo, admiración, y cariño, todo mezclado, como casi todos los niños que teníamos un buen padre. Por aquella época un padre además de trabajar todo el día tenía que dar algo de miedo.
Todos los hijos de Pilar eran un encanto, menos Mar, que era la niña mas mala y retorcida que conocía. Parecía alimentarse y crecer con el dolor de los otros, y sobre todo de las otras. Le daba igual como joder al prójimo, el caso era hacerlo, era una larica acusica que además se creía sus propias mentiras.
En ese justo momento en que sintió la maldad de su vecina pinchándole bajo el esternón, vio como los periódicos que Elena había puesto después de fregar el suelo, a modo de pasillo, y alrededor de la mesa del comedor por la que ella no paraba de caminar, se llenaban de gotas de lluvia.
Plop, plop, plop…
Miró al techo y nada había en él que pudiese mojarlos de aquel modo. Goterones gordos y pesados que dejaban un surco grande sobre el papel.
...plop, plop, plop…
De las paredes tampoco salía nada
…plop, plop, plop...
Por las ventanas abiertas solo entraba aire frío y húmedo, pero el cielo estaba totalmente azul.
En esas estaba: buscando nubes imposibles dentro de un gélido bajo de ochenta metros cuadrados, cuando se dio cuenta que aquellos goterones...
...plop, plop, plop…
...eran lágrimas suyas que salían de sus ojos con tanta fuerza que ni le rozaban las mejillas.
...plop, plop, plop…
Su propia agua mojaba las esquelas que sobresalían, amenazantes, de los periódicos del suelo. Nombres y cruces de negra tinta parecían querer hablar con ella y con su miedo.
Iba a cumplir seis años y sus ojos llovían sobre las esquelas mientras no podía parar de caminar.
Apartó la pena de la garganta, sujeto el miedo que campaba a sus anchas por su barriga y siguió haciendo el recuento “olorístico”, pero antes sufrió una arcada que quiso contener y un poquito de colacao le salió por la nariz provocándole un gran asco.
La casa de Inés
Siete peldaños de mármol gris más abajo, estaba la casa de Inés. A la que todavía no consideraba su otra madre, porque aún no había nacido su otro hermano, ni se había tenido que quedar en la incubadora, ni se había muerto después, ni se habían ocupado generosamente de ella para que no esperase, cada tarde y durante dos horas, a su madre a la puerta del hospital. Ya lo había dicho su padre mil veces:
-“Ese no es un lugar adecuado para estar ninguna niña. La niña lo que tendría es que estar jugando”- pero su madre estaba demasiado loca con su niño enfermo como para ponerse a buscar quien se quedase con ella. Además la niña quería, sin saberlo, “estar en todas”. Quería acompañar a su madre, que todavía llevaba los pechos vendados y que no podía parar de llorar. Quería acompañarla hasta la parada del autobús y caminar junto a ella por aquellas rutas solitarias por donde atajaba a todo correr, con la velocidad que puede alcanzar una recién parida, para ganarle cinco minutos al tiempo de ver a su bebe tras un cristal. También quería estar junto a ella cuando llegaba su abuela y le reñía a su madre por ir “mal arreglada” y parecer una mujer del barrio. Le decía cosas tan feas, mientras su madre lloraba sin apenas fuerzas para contestarle, que se vio obligada a defenderla ella:
-Pues yo a ti no te veo elegante, abuela, tu ropa tendrá un corte exquisito, tu maquillaje y tu peinado serán impecables, te mueves como una reina, y los hombres te echarán veinte años menos , pero ni pareces la hermana de mi madre, ni eres elegante. Elegante es mi abuela Mamatín, y nunca la escuché presumir de ello ni insultar a mi madre.-
- ¡Por dios! a esta niña se le nota que nació en el barrio. Que descarada y maledecuda, hablarle así a una persona mayor. Qué falta de respeto.- Decía estirando el mentón hasta el ridículo y provocando en la niña animadversión por la plabra respeto que quedaba bailando como una espiral loca hasta que ella lograba atraparla y colocarla.
Respeto para mi abuela es: callarme, aguantarle todas las tonterías, insultos, humillaciones y la verguenza de oirla decir a los cuatro vientos lo maravillosa que es ella y lo desasatrosa que es mi madre.
Respeto para mí es : Ser cuidadosa y delicada con las personas, sobre todo con las que lo están pasando mal.
Pasaba las dos horas de visita merendando ensaimadas y pudines que le traía su egocéntrica abuela de la pastelería de la calle Real, cazando mariposas por el jardín, hablando con todos los celadores del hospital, e inventando juegos con dios con los que salvar a su hermano pequeño:
Si llego hasta aquella acera antes de que el viento levante esas hojas mañana sigue vivo Víctor. Si cazo esa mariposa vive dos días más, si la primera persona que me salude es una mujer estaremos una semana entera sin sustos…y así hasta que su madre y su abuela salían por la puerta y ya no hacía falta preguntar nada ,porque viendo sus caras todo estaba más que contestado. Alguna vez hasta salieron contentas, porque les habían dicho que quizás pudiesen llevarse el niño a casa, pero eso nunca ocurrió.
Pero todo eso aún no había sucedido, ni el tiempo había transcurrido, porque éste seguía marcándolo el reloj de pared de la casa de Elena el día de su sexto cumpleaños.
Subió la mirada del suelo y vio que sólo habían transcurrido cuatro minutos. Fue consciente de todos los pensamientos que pueden caber en cuatro minutos, y como sabía que no podría contarlos decidió contar las vueltas que le cabrían en los siguientes cinco minutos, que le sonaban más completos y medibles que los cuatro que ya habían pasado.
Al comenzar a contar recordó a su abuela Mamatín dando vueltas constantemente alrededor de la mesa del comedor de su casa y de nuevo sus ojos mojaron las esquelas.
No pudo contenerse y le preguntó a Elena si aparecería el nombre de su hermano mayor en ellas. Elena sonrió y le dijo que no, que ese día, o el siguiente, su hermano volvería a casa.
Así que ella quiso creerla y continúo bajando escaleras, saltándose una cuantas vivienda para poder llegar a su casa y acordarse de su abuela, encerrada y caminando sin parar alrededor de la mesa del comedor como hoy hacía ella.
- A ver si mi abuela da tantas vueltas porque ya se le ha muerto mucha gente. Quizás la tristeza y el miedo la hagan caminar sin parar. Se quedó sin dos maridos y sin su hijo mayor, además de unos cuantos amigos y amigas. -Pobre- pensó – por eso no para de andar, como yo hoy, que no puedo dejar de hacerlo.
Hacía menos de diez minutos que Elena había subido a ver que tal estaba. Siempre que salían dejaban la puerta de la calle cerrada, así como la cocina y los chineros del comedor donde guardaban la comida, porque la pobre mujer se olvidaba que había comido y tragaba todo lo que encontraba poníendose malísima.
Tuvo ganas de subir a abrazar a aquella vieja de la espalda más derecha, la risa más hermosa y los ojos más tristes que había visto en su vida, pero hoy no podía quedarse con ella, necesitaba sentirse protegida, cuidada, y cumplir sus siete años con alguien que se acordara de ello y la felicitara.
Le había preguntado tres veces:
-¿ Mamatín, sabes que día es hoy? Es el día de mi cumpleaños.
Y la abuela sonreía y la besaba. Así hasta diez veces, cuando se dijo a si misma que quería salir de allí y hablar con alguien que no se olvidara, y ahora estaba en el bajo volviendo a subir escaleras de su casa a la de Inés para recordar el olor de aquella.
La casa de Inés le encantaba porque siempre olía a café y a riquísimos bizcochos de mantequilla y limón. Tonucha y Virita, sus hijas, llegaron a ser sus mejores y más gamberras amigas durante el tiempo que vivieron en el barrio y un poco más allá. Además fueron los primeros del bloque en tener tele y en compartir su tiempo y espacio con los vecinos. Las mujeres iban a ver Bonanza, después de comer y fregar la cocina. Ganchillaban suspirando por Nick las más mayores y por Trampas las más jovencitas. El café con achicoria nunca faltaba, y el bizcocho tampoco. A los niños nos daban pipas. Se dio cuenta que allí también ponían periódicos en el suelo y que nunca le habían dado miedo. Los extendían Inés y su hija mayor, Virita, delante de cada fila de niños sentados en el suelo, para que arrojasen sobre ellos las cáscaras y así ellas pudiesen recogerlas con comodidad. Pero las esquelas aún no la habían amenazado de aquella estruendosa manera, y el miedo que sentía era por algún monstruo que vivía en el fondo del mar, o perdido en el espacio, pero siempre dentro de aquella pantalla, nunca fuera. A veces nos juntábamos allí entre veinte y treinta niños.
Inés siempre fue muy cariñosa con los niños, por eso esta cuando murió, nadie pudo encontrar ningún motivo por el qué habría querido abortar. Tenía dos hijas, un sobrino precioso y sordomudo alque adoraban y a ella, que la llevaban y traían como a una más.
Un bebé en esa casa hubiera sido una auténtica fiesta, pensó a los trece años, cuando Inés murió, incluso a los 26, cuando ya se le habían colado dos hijos, pero no pensaba lo mismo cumplidos los 46, incapaz de abortar, suponía, pero cuyo menor deseo era cuidar más hijos, a pesar de lo mucho que, como a Inés, le gustaban los niños.